Escritos Reflexiones sobre los cambios físicos, emocionales y cerebrales durante el embarazo

Luisa Moyano

4 min
Reflexiones sobre los cambios físicos, emocionales y cerebrales durante el embarazo

En nuestro último encuentro de matrecer, compartimos un tema profundo y transformador: los múltiples cambios que viven las mujeres durante la gestación. Hablamos de lo evidente, como el crecimiento del vientre o los cambios en la piel, el cabello o las caderas, pero también de lo invisible: esa compleja danza interna que se activa para dar vida, y que muchas veces pasa desapercibida.

El cuerpo materno atraviesa un proceso sorprendente. Desde el primer momento del embarazo, el sistema inmunológico realiza un acto de “tolerancia activa”, es decir, aprende a convivir con un ser que, en otras circunstancias, podría interpretar como extraño. Este delicado equilibrio inmunológico permite que el embarazo se desarrolle y el bebé pueda crecer. Al mismo tiempo, el útero empieza a recibir hasta un 50% más de sangre, y las hormonas —como la progesterona, la prolactina, la relaxina y los estrógenos— se encargan de enviar señales a distintos órganos para prepararlos para la maternidad. Pero el cambio no se queda en el cuerpo. Las hormonas del embarazo también llegan al cerebro y comienzan un proceso de transformación profunda. Como explica Susana Carmona en su libro Neuromaternal, estas modificaciones afectan regiones relacionadas con la empatía, la regulación emocional, la autoconciencia y la motivación. Se trata de una reorganización similar a la que ocurre en la adolescencia, con cambios estructurales en la materia gris que no significan pérdida de capacidad cognitiva, sino una optimización del sistema: el cerebro materno se adapta para responder de manera más eficiente a las necesidades del bebé.

Este fenómeno explica por qué muchas madres dicen sentirse “más sensibles”, “más alerta” o incluso algo “despistadas”. No se trata de un déficit, sino de una reconfiguración funcional que prioriza la atención hacia el recién nacido y reduce la respuesta a otros estímulos. Contrario a lo que muchas veces se espera, el amor materno no siempre aparece como una emoción inmediata y desbordante al momento del nacimiento. Lo que sí emerge en casi todas las mujeres es un impulso por mirar, cuidar o proteger al bebé. Algunas sienten ternura, otras miedo, otras una mezcla de sensaciones difíciles de nombrar. Y todas esas formas son válidas. Como bien afirma Carmona, lo que realmente activa la conducta maternal es la interacción con el bebé. Por eso, madres biológicas y adoptivas pueden desarrollar un vínculo profundo a través de ese encuentro constante.

Este proceso de transformación total ha sido nombrado como matrescencia, término acuñado por la antropóloga médica Dana Raphael en los años 60 para visibilizar que, al igual que la adolescencia, la maternidad implica cambios físicos, hormonales, psicológicos y sociales. Cambia la forma en que nos relacionamos, lo que sentimos, lo que deseamos, lo que tememos. Cambia la percepción del tiempo, del cuerpo, del mundo. Y como todo gran cambio, puede resultar abrumador si no hay espacios de acompañamiento y apoyo.

Por eso es tan importante hablar también de la salud mental materna. La plasticidad cerebral de este momento permite grandes aprendizajes y adaptaciones, pero también nos hace más vulnerables. Si una mujer no cuenta con red de apoyo, con espacios donde ser escuchada, donde pueda validar su experiencia, sanar sus heridas o trabajar los duelos pendientes, corre un mayor riesgo de sufrir síntomas ansioso-depresivos que afecten su bienestar y el del bebé. Desde la psicología, se reconoce el embarazo como un tiempo de transición psíquica profunda. Autores como Erik Erikson lo señalan como una etapa de crisis y maduración que da lugar a una nueva identidad. La mujer ya no es solo hija, pareja o profesional: ahora se convierte en madre, y eso implica resignificar el amor, los vínculos y la responsabilidad. Durante este tránsito, muchas mujeres atraviesan distintas etapas emocionales. La ambivalencia es una de las más comunes: alegría por la llegada del bebé, pero también tristeza por la pérdida de libertad.

En paralelo, se forma una imagen mental del hijo desde antes de nacer, influida por la historia emocional de cada mujer, especialmente por su vínculo con su propia madre. Este es un tiempo donde emergen memorias antiguas, heridas no sanadas, y donde puede ser clave el acompañamiento emocional para evitar que estos conflictos afectan la vivencia materna, pues finalmente en las últimas semanas del embarazo, muchas madres viven una etapa de ensimismamiento emocional, se intensifican las preocupaciones, los temores sobre el parto o la salud del bebé, y aumenta la sensibilidad hacia cualquier señal que provenga del entorno. Este estado —aunque puede resultar incómodo— cumple una función adaptativa: permite que la madre esté sintonizada con las necesidades del bebé.

La maternidad no se construye en soledad. Por eso, hablar de estos procesos, compartir nuestras experiencias y contar con redes de apoyo puede marcar una diferencia inmensa. Escuchar, contener, validar, ofrecer información clara y basada en evidencia… eso también es cuidar.